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terça-feira, 13 de julho de 2010

UN VIEJO OLMO

Tantas veces he paseado por allí con Juan, que la rutina había borrado de mi vista el magnífico olmo que podemos contemplar en el pequeño parque del Perú (iba a ser más grande, pero la codicia por el terreno también lo es). En realidad este ejemplar tiene algo de heroico, es un testigo mudo de todos los cambios que ha operado toda esta parte de la ciudad desde antes de nacer yo. Ese negrillo es el último superviviente de esas largas filas de acacias, algarrobos y olmos que se plantaban en las entradas de las ciudades y a lo largo de las carreteras para dar sombra a arrieros en los meses del estío. Hoy apenas sobreviven algunos ejemplares (aunque en la raya portuguesa sí existen todavía estas magníficas hileras), y enfermedades como la grafiosis hicieron mella en los ejemplares más viejos y hermosos, aunque muchos se han destruido en pueblos o ciudades por un interés urbanístico, con la excusa de que estaban "enfermos".

Pues bien, una mañana estaba yo sentado con el carrito al lado, contemplando el árbol, cuando un señor mayor me pide si podemos compartir el asiento juntos. Las sombras son escasas, el calor sofocante y los bancos disputados. Considero que las personas mayores son como cofres del tesoro por abrir, eso lo saben muy bien los historiadores que luchan por los testimonios orales, y no pasó mucho tiempo cuando empecé a largar preguntas sobre la historia del olmo en cuestión, y cómo era todo este barrio antes de nacer yo. Gracias a su memoria (el señor, a pesar de su edad, tenía muy buena cabeza) empecé a reconstruir mis propios recuerdos, imágenes casi perdidas en la historia de mi infancia, y por fin pude conseguir una imagen borrosa de cómo era aquella carretera en los años jóvenes del olmo, del propio anciano y de mi propia vida. Después, claro, uno sigue hablando: era de Arroyo de la Luz, hablamos de la decadencia de la artesanía del barro, de nuestras familias, de las monedas antiguas, de los juegos de los niños de antes y mil cosas más,  hasta el punto que casi nos da pena despedirnos y seguir nuestro camino. Y cosas que me han ocurrido más veces: después de estar una hora hablando, ni siquiera nos dijimos nuestros nombres.   



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