En invierno nos habíamos dicho al visitar el arroyo Villoluengo, que el lugar necesitaba otra visita. Entonces, el anormal caudal del riachuelo, la humedad reinante y sobre todo, el miedo a las caídas, hacía la bajada al cauce algo imposible. Ahora el G.P. se ha dado cuenta de la peligrosidad del lugar -mayor de la que pensábamos-, y recomienda tener muchísimo cuidado si queremos hacer la visita en los meses húmedos. Pero es ahora cuando podemos disfrutar de la geología del lugar, y sobre todo de las formas caprichosas del agua sobre el granito. Marmitas de varios metros de profundidad aprovechando las diaclasas de las rocas, crean en algunos lugares un auténtico cauce subterráneo en algunas de las partes del río y abren profundas pozas que al GP le daba miedo de solo mirarlas.
Al final, logramos llegar a un remanso del riachuelo, ocupado por bancos de arena y por filones de aplita que transformaban por completo la morfología del cauce, abriendo sucesivas marmitas en el granito. Allí nos detuvimos un rato, contemplando el lugar y su silencio, para conseguir un premio extra, esperable dentro de lo que marca la época. Los charcos todavía presentes de agua bastante limpia (protegidos del calor por la oscuridad del cauce subterráneo) convertían el lugar en un bebedero natural para animales. Las higueras silvestres ofrecían además comida gratis para muchos de ellos. Así que al poco rato, un simpãtico zorro llegó a nuestro lugar de descanso. Después de mirar mucho y contemplarnos en la distancia, bajó al charco a saciar su sed. Y después, se inició un tiempo de contemplación mutua, en el que tanto el zorro como el GP intentaban acercarse dentro de las reglas zorrunas. El zorrito esperaba comida del GP, el GP, un par de fotos. Desgraciadamente, a diferencia de otras veces, nada teníamos que ofrecer al animalillo, así que el GP optó por poner tierra por medio y seguir investigando el cauce del río.
El lugar, inundado en el invierno, presenta ahora este aspecto estival, dejando el granito todas sus formas al descubierto.
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