Los años holandeses: mi habitación.
Esta historia empezó ya hace unos añitos. Tuvo comienzo cuando el Granito Parlanchín se llamaba Ángel Muñoz Álvarez, era un pequeño de diez años y sus padres le regalaron una caja de minerales azul, con piedras extrañas como cuarzo rosa, vonsenita o alabastro. Entonces cayó un embrujo sobre el chaval en torno a las rocas, sus misterios y su belleza. Embrujo que pocos años después pasó a las plantas, los anfibios y todo ser vivo que se pusiera por delante. La cosa prometía pero llegaron las matemáticas y la adolescencia, y cayeron otros muchos hechizos sobre el futuro G.P. que le movieron hacia las cosas humanas. El chaval cambió su colección de minerales por un libro de Thomas Mann o de historia de la II Guerra Mundial, y después por Wittgenstein o Rawls. Sus minerales se metieron en un cajón durante años, aunque también en esos años descubrió las virtudes de la bicicleta para relacionarse con el mundo natural. Después llegarían los años de la filosofía, el espejismo académico, la emigración holandesa, los años salvajes de investigar el mundo humano. En Holanda, el G.P. sintió por primera vez en años una necesidad olvidada: miraba a su alrededor y no había piedras. No existía ni un solo guijarro que pudiese recoger en la llanura interminable de Bollemstreek, o en las dunas de Noordwijkerhout. Quizás esa nostalgia se hubiera quedado ahí, pero la rueda de la fortuna movió al joven a España y a su terrorifica ciudad de origen, Cáceres, a place in the middle of nowhere, como solía decir entonces. Y si en un primer momento, le pareció al G.P. un lugar más de peregrinaje por el mundo, se dio cuenta que Cáceres se convertiría en una cárcel permanente. Obsesionado por lo universal, se encontró rodeado de pronto por una cercanía monótona, aburrida, cerrada, provinciana. Y fue entonces cuando redescubrió su pasión de la infancia, como única forma de escape de la monotonía cotidiana, del deseo de seguir conociendo cosas.