¿Por qué existe Cáceres?
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Después de tantos años buscando piedras y fósiles por los alrededores de Cáceres, el GP se siente legitimado para hacer un escrito más amplio del tema, rozando casi el ensayo divulgativo. Así que aquí lo presentamos. Indudablemente, los errores pueden aparecer y las licencias literarias, también. Pero el placer de escribir una crónica de este tipo para Cáceres, "una historia antes de la historia", es inmenso y nos vamos a dar el gusto de publicarlo.
Hacer una historia natural para explicar nuestra propia historia no es ninguna tontería, sino todo lo contrario: es nuestra crónica más profunda y básica, la condición de posibilidad básica para toda experiencia humana. Y la mejor forma de tomar conciencia de esto es formulando una pregunta que podría plantearse como “¿Por qué hay una ciudad en Cáceres y no un erial?” (no es más que una variación de la eterna pregunta filosófica de “¿por qué el ser y no la nada?”). A la hora de buscar una respuesta adecuada no me queda otro remedio que conducir este interrogante a los primeros pobladores de la ciudad. Evidentemente, no fue una mera ocurrencia de un iluminado ni una intervención divina la que creó Cáceres: eso son privilegios que solo podrían suceder en sociedades mínimamente avanzadas, y no con los rudimentos tecnológicos del paleolítico, donde el hombre apenas tiene capacidad para manipular el medio que le rodea. En un entorno tan hostil como la penillanura cacereña, con inviernos relativamente fríos y sobre todo con veranos largos y sofocantes, la elección no estaba en manos de estos pobres pobladores, temerosos siempre de morir de sed, frío o hambre. Los hombres no eligieron construir Cáceres en su emplazamiento actual. Más bien, la naturaleza decidió por ellos y les obligó a asentarse aquí. Y los hombres, como seres biológicos que son, se vieron obligados a aceptar las reglas que les impuso esa naturaleza cacereña.
Hacer una historia natural para explicar nuestra propia historia no es ninguna tontería, sino todo lo contrario: es nuestra crónica más profunda y básica, la condición de posibilidad básica para toda experiencia humana. Y la mejor forma de tomar conciencia de esto es formulando una pregunta que podría plantearse como “¿Por qué hay una ciudad en Cáceres y no un erial?” (no es más que una variación de la eterna pregunta filosófica de “¿por qué el ser y no la nada?”). A la hora de buscar una respuesta adecuada no me queda otro remedio que conducir este interrogante a los primeros pobladores de la ciudad. Evidentemente, no fue una mera ocurrencia de un iluminado ni una intervención divina la que creó Cáceres: eso son privilegios que solo podrían suceder en sociedades mínimamente avanzadas, y no con los rudimentos tecnológicos del paleolítico, donde el hombre apenas tiene capacidad para manipular el medio que le rodea. En un entorno tan hostil como la penillanura cacereña, con inviernos relativamente fríos y sobre todo con veranos largos y sofocantes, la elección no estaba en manos de estos pobres pobladores, temerosos siempre de morir de sed, frío o hambre. Los hombres no eligieron construir Cáceres en su emplazamiento actual. Más bien, la naturaleza decidió por ellos y les obligó a asentarse aquí. Y los hombres, como seres biológicos que son, se vieron obligados a aceptar las reglas que les impuso esa naturaleza cacereña.
Acostumbramos a entender la historia como un producto exclusivamente humano, con decisiones libremente tomadas por los individuos y raras veces nos paramos a pensar en estos condicionantes estructurales que van más allá de nuestras propias capacidades humanas. Para entender estos condicionantes, sin embargo, es preciso explicar otra historia alternativa, la historia antes de la historia. La línea del tiempo pasado anterior al hombre es rica en acontecimientos y catástrofes aunque no hubiera nadie para narrarlos. De hecho, forma parte de nuestro propio registro: es el terreno que habitualmente tenemos bajo nuestros pies, en el que nadie repara, porque damos por descontado que ha estado ahí desde el principio de los tiempos. Pero no ha sido siempre así. Más aún, si la historia natural de Cáceres no hubiese sido de la forma que lo narramos, los hombres nunca habrían puesto un pie en un lugar tan árido y difícil para la supervivencia estival como la llanura cacereña. Fue la falta de agua -entre otras cosas- la que hizo que entre el Tajo y el Guadiana hubiera un desierto poblacional y lo que la convirtió en una frontera natural en la Reconquista durante casi un siglo (entre 1150 y 1230). Cáceres o Trujillo se hicieron avanzadas estratégicas tanto de un bando como de otro y cambiarían de manos más de una vez. No había muchos lugares donde se pudiese crear una población estable y con expectativas de sobrevivir. Pensemos que la gravedad de este problema se traduce en soluciones que ofrece la propia arquitectura local: no es casualidad histórica que el edificio más emblemático de Cáceres sea un gran aljibe musulmán del siglo XII, y no es el único de la ciudad. Cisternas, pozos y aljibes son comunes en muchas casas de la época.
Restos de crucianas en pizarras utilizadas en el palacio de Carvajal. |
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La evidencia de un mar bajo la ciudad.
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Ripple marks en la ermita del Risco, Sierra de Fuentes. |
Si existe algún escéptico en esta materia, tenemos una prueba empírica sencilla que ya en su día (hace 2600 años) el griego Tales de Mileto usó para defender sus teorías sobre un mar primigenio que inundó la tierra frente a sus conciudadanos: la presencia de fósiles acuáticos. Una persona observadora podrá distinguir en la Ronda Norte, en las canteras del Portanchito y otras zonas de la ciudad restos de animales marinos, especialmente conchas semejantes a almejas. Nadie ha visto las almejas en la estepa extremeña, que uno sepa. Luego existió un mar, hace millones de años. Incluso hay otra evidencia todavía más llamativa. Si subimos a las crestas de la Sierra de la Mosca, nos encontraremos con suerte surcos continuos en la roca que se denominan ripple marks, pero que comúnmente podemos considerar ondas o las oscilaciones de la arena en el fondo del mar por las corrientes de agua o el oleaje. Sí, en ese momento estaremos contemplando ni más ni menos que el fondo marino completamente petrificado ¡de hace más de 450 millones de años! Estas pruebas nos parecen suficientes para probar que ha existido un mar y vida en él diferente a la actual (siempre que no nos topemos con un creacionista) pero ¿cuándo ocurrió todo esto? ¿Cómo podemos datar este mar con precisión? La respuesta de los geólogos es por fortuna relativamente sencilla, y sin necesidad de hacer complejas pruebas de laboratorio.
Tenemos la suerte de contar entre nosotros unos fósiles extremadamente útiles en la datación geológica, denominados comúnmente graptolites. Estos animalitos formaban numerosas colonias con formas parecidas a las medusas –pero que nada tienen que ver con ellas- que quedaban flotando en la superficie del mar. Cuando estos animalitos morían, sus carcasas se depositaban en el fondo del mar y formaban fósiles con un parecido a los hilos de sierra. Este viejísimo fósil se repite en unos estratos determinados en prácticamente toda la geografía mundial y luego se extingue en estratos de roca más nuevos, lo que permite datar rocas del mundo entero con precisión, independientemente del lugar geográfico donde la encontremos. Y además tenemos más de una especie, lo que hace la datación todavía más exacta. El más típico representante cacereño, el monograptus, es del silúrico (400 millones de años) y lo encontramos repartido en un estrato de pizarras negruzcas –ampelitas- que atraviesa de oeste a este la ciudad, pero que se hace especialmente reconocible en el límite del parque del Príncipe con Aguas Vivas o en la cara este de las murallas musulmanas.
Por si fuera poco, además contamos con especies todavía más antiguas que se remontan al ordovícico (450 millones), presentes en la Sierra de la Mosca o de Aguas Vivas. Estos humildes fósiles guía se han encontrado en prácticamente todos los terrenos paleozoicos de la provincia, que coinciden en geomorfología con la comarca de Cáceres: las sierras de Monfragüe, San Pedro, Cañaveral o las Villuercas repiten fósil y con él, unas rocas que nunca faltan y que se ven en las cumbres de todas estas sierras: la cuarcita armoricana.
Otro tipo de graptolites (Bigraptus) junto a un posible fragmento de trilobites (ladera trasera de la urbanización Universidad, ordovícico superior) |
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Un océano muy rico en vida (450-300 millones de años)
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Skolitos en el cerro del milano (ordovícico) |
Braquiópodo del Portanchito (silúrico-devónico) |
Estos son los restos del peregrinaje continuo de estos animalitos en el fondo del mar en busca de comida. Sus restos son a veces tan frecuentes que las pistas se cruzan entre ellas y las rocas que los conservan forman dibujos aleatorios extraños y geométricamente estéticos. Sin necesidad de salir al campo, algunas de estas cruzianas -o algo parecido- se pueden observar todavía en las piedras pizarrosas de la parte antigua, en las cercanías del palacio de Carvajal. Sin embargo, de esta época apenas nos quedan más restos. Tenemos mucho más suerte si nos aproximamos algo más en el tiempo. A finales del ordovícico los fósiles se hacen más frecuentes, el mar acumula otra sedimentación que permite la creación de pizarras y areniscas, y nos encontramos con trilobites, nautilodeos, crinoideos, braquiópodos y graptolites. Esto ya nos permite reconstruir con precisión un mar poblado por criaturas extrañas, con sus pequeños monstruos (los escorpiones marinos y alargados cefalópodos ortocéridos) y sus presas, los trilobites y gasterópodos. Habría multitud de animales excavadores en el fondo de las aguas y colonias flotantes en la superficie (los graptolites), mientras se extendían los bosques de crinoideos.
Colas de trilobites del ordovícico superior (La montaña) |
En nuestro entorno, esta diversidad aparece bien recogida en los cortes de la Ronda norte, donde se suceden estratos con graptolites, areniscas con crinoideos y un tipo de pizarras ricas en un braquiópodo, muy posiblemente del género lingula, que constituyen un ejemplo interesante de fósil viviente. Igualmente en el cauce del riachuelo que atraviesa el parque del Príncipe, podemos encontrarnos areniscas con restos de crinoideos. Un último fósil curioso aparecido también en esta zona de la ciudad lo constituyen pequeños cilindros lisos: es muy probable que se traten de fragmentos de los sifones interiores o de partes de la alargada concha de actinocéridos: unos cefalópodos de concha alargada que proliferaron durante el ordovícico y el silúrico.
Más interesante todavía, desde el punto de vista de la diversidad de fósiles y de su estado de conservación, lo constituye el yacimiento de fósiles que se encuentran en las canteras antiguas del Portanchito, donde afloran unas areniscas más o menos ferruginosas que son muy ricas en distintos tipos de braquiópodos y nautiloideos.
Más interesante todavía, desde el punto de vista de la diversidad de fósiles y de su estado de conservación, lo constituye el yacimiento de fósiles que se encuentran en las canteras antiguas del Portanchito, donde afloran unas areniscas más o menos ferruginosas que son muy ricas en distintos tipos de braquiópodos y nautiloideos.
Antes de terminar de hablar sobre este antiquísimo mar, tenemos que hacer todavía otra prueba de imaginación y pensar en algo más atrevido todavía: los restos del mar que afloran en nuestras rocas no son los restos que estaban “justo aquí” desde hace cientos de millones de años, en nuestra posición geográfica del hemisferio norte. Son restos y fósiles de animales que en realidad vivieron a miles de kilómetros de distancia. Más concretamente, en el hemisferio sur en un lento movimiento desde el polo hacia el ecuador de la tierra, en un viaje en el que las actuales tierras cacereñas eran una parte indistinta de la pequeña placa ibérica. ¿Cómo es esto posible? Entendiendo que nosotros no estamos quietos sobre la superficie de la tierra, sino que nos movemos de forma imperceptible sobre placas continentales flotantes sobre el manto terrestre.
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