Si había alguna cogida, ya salían varios a tirar del rabo...
El bicho, algo sofocado tras un par de carreras.
Resulta sencillo coger a una vaca por los cuernos detrás del burladero.
Al rato, el calor era insoportable. Le echaron agua y de ahí no se movió.
La gente, bastante aburrida, se lamentaba la poca lucha que manifestaba la vaquilla.
"Que nos hubieran puesto a nosotros ahí en medio", pensó el G.P., "a ver qué hacíamos".
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Un día discutiendo con Helí llegábamos a la conclusión que la polémica sobre los toros era un absurdo. Primero porque era un tema secundario entre los problemas ecológicos del mundo, mucho más urgentes. Segundo, porque no era el único caso de maltrato animal en celebraciones culturales humanas. Tercero, se había mezclado con cuestiones políticas que deformaron totalmente la ley antitaurina, y por último, y quizás lo más importante, porque en la propia cultura taurina de nuestro país había multitud de celebraciones que escapaban a la magnificencia de la "Fiesta nacional" y apenas se someten a consideración crítica.
Nos vamos a centrar solo en este último punto. Y es que hay que ser serios y coherentes: si eliminamos los toros, habría que eliminar también otras muchas manifestaciones que podríamos fácilmente considerar como crueles con respecto a los animales. No se trata únicamente de la muerte de un animal, se trata de su uso como mera diversión para nosotros, de su vejación (esto es algo humano) y de su miedo (y esto sí, los mamíferos superiores tienen todos este sentimiento). Naturalmente, esto va contra las buenas costumbres de muchas poblaciones de nuestro país. Y me parece ilusorio detenerlo por el momento. El "deber ser", como decían los filósofos, puede estar muy lejos del "ser".
Eso sentí yo un poco el día de la vaquilla del aguardiente en Piornal: una celebración matutina en las fiestas del pueblo. El calor era asfixiante, y algunas sombrillas se abrían para combatir el sol. Después del encierro, la vaquilla llega a la plaza de toros, empieza a dar vueltas, despistada y confusa entre los gritos de la gente. Algunos osados salieron a sus cuernos o a practicar con el capote, para las risas de los congregados. A los pocos minutos, el animal estaba agotado, mirando a un público insatisfecho, y le empezaron a echar agua para ver si espabilaba. Pero ahí se quedó plantada, inmóvil, petrificada, sin querer mover un músculo. La gente no sabía si quejarse del pobre coraje del animal o rematarla cuanto antes. Nadie parecía contemplar su cara al menos un instante, y poder distinguir perfectamente el miedo en los ojos o el cansancio en su boca. El espectáculo resultaba patético, así que me fui a cazar lagartijas al monte... con mi cámara fotográfica.